De no ser por el Padre Pío, la italiana Rafaela Apadula de Frasca hubiera seguido viviendo en su pueblo natal, cerca de San Giovanni Rotondo, en Acherno, Salerno. "Mi papá había venido a la Argentina para hacer la América. Mi mamá y mis dos hermanas chicas nos quedamos con ella. Pero pasaron seis años y papá no volvía. Entonces mi madre fue a verlo al Padre Pío en 1952 para preguntarle qué debía hacer. Todo el mundo sabía que el Padre Pío tenía el don de la clarividencia; llegaban colectivos llenos de gente para confesarse con él", cuenta la mujer que hoy tiene 73 años.
"Apenas vio a mi madre, el Papa Pío le dijo: 'usted tiene que seguir a su marido'. Y nos vinimos para acá; mi padre trabajaba de zapatero y era músico, tocaba en la retreta de la plaza Independencia", cuenta.
Rafaela tenía además un primo que no creía en el Padre Pío. "Es un curandero", decía. Pero se fue a confesar con él y cuando el Padre lo vio lo mandó afuera. "Primero se arrepiente de lo que ha pensado de mí y después viene a confesarse", le dijo.
Rafaela y sus vecinos han construido una gruta en honor al Padre Pío en avenida Belgrano al 1.700 y le rezan todos los 23.